Frecuentemente los adultos pierden buena parte de la capacidad de ponerse en lugar de otros y de aceptar distintas opciones como válidas; esto se llama empatía y pese a estar presente en el desarrollo de planes de estudio y de programas de desarrollo emocional como parte imprescindible para un correcto crecimiento personal en los niños muchas veces desaparece en la adultez, o si aparece es de forma muy tangencial. La mayoría de los adultos se perciben a sí mismos como personas más o menos empáticas y sensibles con las necesidades de los otros, pero aparecen muchas dificultades cuando se alejan del modelo adulto-céntrico predominante. Casi todas las personas son capaces de entender a otro cuando está enfermo, cuando ha perdido un trabajo o cuando se enfrenta a adversidades, y sin embargo presentan resistencias enormes cuando las necesidades surgen en el mundo infantil, mucho más emocional y sensible que el adulto. De esta situación aparecen multitud de confrontaciones entre grandes y pequeños, y se enquistan las posibilidades para solucionarlas. Muchas veces el adulto confunde el “ajuste al mundo infantil” con “ser muy directivo”, “marcar límites claros” o, simplemente “obedecer”. Es decir, que se le permiten muchas cosas a un niño o una niña mientras su comportamiento no choque de lleno con el punto de vista adulto. Obviamente esto es necesario en ocasiones en las que la seguridad de un niño está en peligro, pero demasiado frecuentemente es simplemente el hecho de hacer cosas distintas “a lo que un niño tiene que hacer”. Esto se manifiesta en comportamientos, actitudes o peticiones hacia el comportamiento que se realizan de forma injusta y/o arbitraria. Y es que muchos adultos exigen a los niños mucho más de lo que se exigen a ellos mismos o de lo que tolerarían a otros. ¿Ponemos algún ejemplo?
- Roberto está de paseo con su mamá y ésta se encuentra a una amiga a la que hace tiempo que no ve. Empiezan a hablar y Roberto se queja: se aburre y quiere irse. La respuesta de la madre es: “un momento, ahora voy”. “Ahora mismo nos vamos”. Tras un rato de aburrimiento, Roberto encuentra diversión con unas piedrecillas. De repente, su madre se da cuenta de lo tarde que se le ha hecho, se despide y exige: “Roberto, vámonos que es tarde”. –“Ahora voy, mamá”. –“¿Ahora? ¡NO! ¡Ya! Y deprisa, que llegamos tarde”. ¿Está la adulta dando un ejemplo de comportamiento? ¿Será capaz de darse cuenta que no está empatizando con el pequeño?
- A Margarita le compran una bolsa de chuches y le dicen que sólo puede comer una al día. En un descuido de sus padres, agarra la bolsa y se da un atracón. Cuando su padre lo descubre y la regaña por haber desobedecido. Está muy decepcionado por no poder confiar en la palabra de la niña, que tiene que aprender a controlarse. Como castigo, esa noche no le lee un cuento en la cama, porque está muy enfadado. Se enciende su cigarrillo electrónico y se pega su parche para dejar de fumar y se afirma en su creencia que la niña “tiene que aprender”.
- Luis no ha terminado un trabajo del cole. Su madre no puede ayudarle pues tiene que hacer la declaración de la renta, pues acaba el plazo al día siguiente y no “ha tenido tiempo” de hacerla. Luis recibe una bronca por no organizarse como debe.
En la vida cotidiana tenemos miles de ejemplos similares. Si los adultos fueran capaces de exigirse a sí mismos lo mismo que exigen a los niños, en el mundo no habría miles de métodos de adelgazamiento fallidos, no se organizarían seminarios de profesionales para organización del tiempo, ni la teletienda inundaría las pantallas con miles de artículos tan inservibles como codiciados. Si los niños encontrasen coherencia entre las actitudes de los adultos y las peticiones hacia ellos, las relaciones serían más fluidas y sanas.
Y tú ¿le exiges a tu hijo lo que eres capaz de pedirte a ti mismo?
Beatriz Coronas, psicóloga.
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