¿Trastornos alimentarios infantiles?
España es el cuarto país de la Unión Europea con mayor número de niños con problemas de sobrepeso, presentando un cuadro de obesidad en un 16,1% entre menores de 6 a 12 años de edad. La mayoría de estos trastornos empiezan en la adolescencia, mientras que el 70% comienza entre los 11-20 años y el 10% en niños menores de los 10 años de edad. Parece que aumenta progresivamente el número de consultas por trastornos alimentarios en niños de entre 3 y 9 años.
Diversos factores convierten a los niños en blanco fácil de los trastornos alimentarios, que son una manifestación de trastornos emocionales que se van arrastrando en el tiempo sin resolver. Entre ellos podemos imaginar algunos: presión escolar, pocas horas de contacto familiar, desatención,...
Viendo la relación que mantienen los adultos con la comida, es verosímil pensar que influimos mucho, para bien y para mal, en cómo nuestros hijos convierten una necesidad básica en un modo de manipulación, de expresión de su dolor emocional o de control de la realidad.
En primer lugar hemos de tener claro que alimentarse es desde el comienzo una necesidad vital básica, que cubrimos para sobrevivir. Cuando ese acto es placentero, se produce en un entorno cálido y junto a personas que nos quieren, lo vivimos con serenidad. Poco a poco vamos aprendiendo, empapándonos de ese acto social que supone compartir la mesa con otros, tan propio de nuestra cultura mediterránea. A todos nos suenan las largas sobremesas, que terminan dos o tres horas después del postre.
Pero los niños tardan bastante tiempo en vivirlo de este modo. Es común ver, en las reuniones familiares, a los adultos comiendo y a los niños acabando lo del plato en 10 minutos y yendo a jugar. Esto es normal, y aunque cada familia tiene sus normas, tenerlo presente ahorra muchos conflictos.
También es necesario que entendamos que los niños saben, desde que nacen, cuando están llenos. Solemos estimar al alza su apetito, y acabamos empeñándonos en que coman tres cucharadas más de puré o medio filete de pollo extra. Es más, en muchos casos rechazan alimentos que no les sientan bien, aunque ellos no sepan expresarlo con estas palabras.
Tal como nos ocurre a los mayores los niños prueban cosas y deciden qué les gusta más y qué les gusta menos: respetemos que no les apetezca tomar melón, brócoli o merluza. Tenemos tal variedad de alimentos a nuestro alcance que prescindir de algunos no causará deficiencias en su organismo.
La relación de los adultos con la comidaestá marcada por experiencias de la infancia, las emociones no expresadas, los conflictos no resueltos. Usamos la comida como un modo de calmar la ansiedad o el aburrimiento, nos han repetido hasta la saciedad que "hay que comer de todo", hacemos dieta una semana y a la semana siguiente no aguantamos más y asaltamos la nevera. Así que vamos reproduciendo esas conductas cuando acompañamos a los niños en su alimentación: los obligamos, los chantajeamos, los premiamos si acaban el plato, los castigamos, los censuramos porque esto o aquello engorda, los comparamos con lo bien que comen otros niños, damos mucha importancia a lo que comen y dejan de comer... ¿Qué relación van a tener entonces con la comida y qué va a significar para ellos alimentarse?
Si estamos un poco atentos nos darán pistas sobre cómo se sienten y por qué unos días comen tanto -están creciendo, se pasaron el mañana en la calle jugando, lo que hay en la mesa les encanta- y otros tan poco -están cansados, tristes, es una etapa de crecimiento lento, no les gusta lo que tienen en el plato-.
Como otros aprendizajes en la vida, somos modelos para ellos. No les pidamos lo que no ven en nosotros. Hagamos del momento de comer un tiempo de comunicación y disfrute. Seamos creativos y flexibles. Respetemos su biología y sus necesidades.
Mª Pilar Gómez San Miguel
Crianza en Familia
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