Hasta ahora en los capítulos precedentes he querido ir desgranando diversos enunciados de la llamada Teoría Sistémica aplicada a las familias. He utilizado anécdotas de mi vida cotidiana en una época de mi historia familiar muy concreta. Lo que voy a contar hoy no sé si responde a alguna parte de esa teoría sistémica, pero lo quería contar de todos modos.
Yo estaba aprendiendo a cocinar. Tenía un cuaderno que llevaba conmigo a todas partes y en el que apuntaba recetas, trucos de cocina, ideas que se me podían ocurrir al respecto, la pequeña contabilidad diaria… Vamos, que le puse entusiasmo, ganas y metodología y en poco más de un año me hice toda una experta en el arte de hacer una buena mayonesa casera, unas alubias con “sacramentos” y salsa bien gordita o cómo cocinar un bacalao al pil pil “en 5 minutos” (doy las gracias a Arguiñano por esta última receta que en ocasiones me sigue sacando de ciertos apuros).
Sin embargo fue un tiempo de incertidumbres, de ensayo y error muchas veces en la cocina. Yo no era capaz de distinguir si mis guisos estaban buenos y mi padre… bueno, mi padre la verdad es que no era de mucha ayuda.
Comíamos hacia la 1h30 todos los días. Yo ponía la mesa, servía la comida y de vez en cuando preguntaba aquello de “¿qué tal está?”. Mi padre invariablemente respondía: “Pues ya me lo estoy comiendo, ¿no?” y con eso quedaba zanjada la encuesta. En aquel tiempo yo trabajaba, estudiaba así que no me daba la vida para apuntarme a cursos de cocina. Como nadie salió perjudicado ni intoxicado con mis comidas yo seguí adelante con mi manera de cocinar.
Una de las máximas sistémicas viene a decir que para solucionar un gran problema no hace falta más que una pequeña solución, pero eso sí, tiene que ser “la solución” adecuada a ese problema. Dijo Arquímedes “dadme un punto de apoyo y moveré la tierra” y yo encontré el mío un día de casualidad (como suelen ocurrir los grandes descubrimientos).
Aquel día por alguna razón no llegué a casa hasta las 15h30. Mi padre que ya sabía que me iba a demorar me esperaba impaciente para comer, hasta tenía la mesa puesta cuando llegué, sólo tuve que calentar la comida y servirla. No recuerdo cuál fue el plato agraciado para la ocasión, la imagen que quedará grabada para siempre en mi retina es la de mi padre comiendo a dos carrillos y diciendo: “¡Esto está cojonudo! ¿No?”. En un momento había pasado de ser una cocinera “pssss” a ser una gran experta de la cocina casera.
Y la razón fue tan sólo una pequeña variable: la hora de comer y de forma directamente proporcional, el hambre de los comensales.
Si es que no hacía falta recurrir a la teoría sistémica para apoyar esta anécdota, con el refranero español era suficiente: “Al buen hambre, no hay pan duro”.
Y “a buen entendedor, pocas palabras bastan”.
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